miércoles, 3 de agosto de 2011

Novedad.

Desde la azotea de un edificio del centro de una gran ciudad, dos ojos contemplaban el atardecer. El cielo adquiría tonalidades anaranjadas, y las nubes se volvían rosas cuando reflejaban la luz. Todos los días se repetía el celeste fenómeno, y todos los días alguien ocupaba su lugar de privilegio para observarlo. Tarde tras tarde, analizaba meticulosamente cada detalle, cada línea que trazaba el humo de un avión perfilado contra la bóveda azul de colores cambiantes. Las luces se encendían a sus pies, hasta que la noche cubrió la ciudad y el cielo se volvió de color negro. El mismo espectáculo de todos los días, salvo por una pequeña diferencia.

Una voz a su espalda se dirigió a él, que se habría sobresaltado si todavía tuviese la capacidad de asustarse.

-Hermoso, ¿verdad?

La que hablaba era una chica normal. Tan normal que si se hubiesen cruzado por la calle, ni se habrían dado cuenta porque ambos irían mirando el suelo. Él respondío con un silencio, y siguió mirando pensativo a las zigzagueantes serpientes de luz en las que se habían convertido las calles. Sin embargo, ella, persistente, se acercó. Buscó algo en sus pantalones, un par de tallas más grandes de lo que deberían ser, y sacó un paquete de tabaco. Ofreciéndole uno, le preguntó.

-¿Fumas?

Cogió el cigarrillo que ella ofrecía, y lo encendió con su mechero negro. Tras la primera bocanada de humo, se relajó un poco y empezó a hablar.

-No lo es.
-¿Perdona?
-Antes, has dicho que era hermoso. Pero el atardecer no es hermoso en absoluto. No es más que un conjunto de colores que varían en el tiempo y el espacio.
-¿Y eso no te parece hermoso?

Antes de dar la respuesta, se acercó el cigarrillo a la boca y dió un par de caladas al cigarrillo.

-Al principio parece hermoso, porque es la novedad. Pero cuando lo ves a diario durante semanas, meses, años, te das cuenta de que por mucho tiempo que pase, las variaciones son mínimas. Al final se vuelve rutinario, y pierde la belleza.

-¿Y no te resulta bello precisamente por eso?

Eso sí que le descolocó. Por primera vez desde que había empezado la conversación, la miró a los ojos. Verdes completamente. Brillantes. Parecían reflejar la picardía de un alma inquieta mezclada con la curiosidad de un niño pequeño. La pregunta adquirió un matiz diferente al ser planteada por la propietaria de aquellos ojos. Antes de que él pudiese articular palabra, ella siguió hablando.

-Hay belleza en la rutina. En la repetición de las cosas. Que el atardecer sea hermoso no depende de la novedad o de lo espectacular del momento. Lo realmente bonito de un atardecer es que por muchos que hayas visto, los pequeños cambios hacen cada atardecer especial. Y te dan alas para perderte en la profundidad de los colores, en las nubes arrastradas por el viento. Lo hermoso de cada noche, es que llega de un modo diferente cada día, y llega en un momento, un instante.

-¿Tú crees?- Respondió él, súbitamente interesado en exponer sus argumentos- La apreciación humana de la belleza no es más que un choque de endorfinas liberadas en respuesta al estímulo adecuado. Como todo fenómeno del cuerpo, si lo condicionas provocándolo diariamente a una misma hora, termina por hacerse cíclico, y si lo mantienes el tiempo suficiente, se hace independiente del estímulo.

-Sí, pero el atardecer no ocurre siempre a la misma hora. Cada día hay una variación de tiempo que es inapreciable para el cuerpo humano, de modo que tu teoría no tiene fundamento.

Ella parecía estar muy satisfecha con su última respuesta, porque sonreía y movía la cabeza con un gesto que quería decir algo así como "te estoy ganando en tu propio terreno" y una sonrisa de medio lado que confirmaba que estaba convencida de lo que decía.

-Efectivamente, no ocurre todos los días a la misma hora, pero ¿Y si el ciclo fuese más largo?
-¿Más largo?
-Sí. Si en lugar de ciclos diarios fuesen ciclos anuales.
-Entonces tendrías que pasarte una vida entera mirando el atardecer a diario y desde el mismo sitio, sería imposible para cualquier persona, por motivos de trabajo, familia, o lo que sea.

Por primera vez en toda la conversación, él sonrió. El cigarro se iba consumiendo lentamente. A ella, cada segundo que pasaba a su lado, él le parecía más alto. Debía tener ese tipo de personalidad que engrandece a la persona con la que hablas a cada segundo que avanza la conversación.

-Pues entonces, imagina que alguien viviese en la más absoluta soledad y durante el tiempo suficiente como para poder hacerlo. ¿No crees que para esa persona el atardecer dejaría de resultar hermoso?
-Me pides lo imposible. No hay ninguna persona que cumpla esas condiciones, con lo que a todo el mundo le parecería hermoso un atardecer.

En ese momento, él soltó una pequeña carcajada.

-¿Qué te hace tanta gracia?
-Que durante todo el rato que llevamos hablando, me ha dado la sensación de que ibas a terminar teniendo razón. Has sido capaz de argumentarme.
-Sabía que al final te convencería- dijo ella sonriéndole con esos ojos verdes.
-He dicho que me has argumentado, no que me hayas convencido. Al final has terminado dándome la razón.

Ella le miró extrañada y se dio cuenta de algo que la dejó sin aliento. No era que la conversación estuviese haciendo mella en su percepción, sino que realmente ese chico estaba un palmo más alto. Pero no porque hubiese crecido, sino porque sus pies, en ese punto de la noche, no tocaban el suelo.

-Como decía, me has dado la razón: ninguna persona o ningún humano podrían vivir tanto o permanecer en una soledad tal como para que la novedad dejase de impactarles. Pero cuando eres el único en todo el planeta, te puedes permitir ese pequeño lujo.

Ella miró boquiabierta cómo él apagaba el cigarrillo en el aire, sin tocarlo, creando una especie de vacío que lo consumió por la falta de oxígeno.

-¿Quién eres?- preguntó con una mezcla de temor y curiosidad, puesto que lo que tenía delante parecía un chico completamente normal, de unos veinte años.- ¿Un vampiro?
-Por favor, no me compares con esos gusiluz afeminados de la literatura moderna, ni con los lúbricos y sedientos de sangre de los clásicos. No, no soy un vampiro.
-Entonces, ¿qué eres?

Él dudó por un instante, mirando la línea del horizonte que se perfilaba contra las montañas a lo lejos.

-Realmente no es algo que se pueda explicar, ni siquiera es algo que yo pueda responder, ya que no conozco del todo la respuesta. Pero hay un modo de que lo descubras.
-¿Cuál?

La respuesta a su pregunta fue una mano tendida hacia ella y una frase que podía cambiar su vida para siempre.

-Que vengas conmigo y lo descubras por tí misma.

Ella miró la mano, indecisa. Dudó durante unos segundos, y al final extendió su propia mano para agarrar la de aquél desconocido. En el mismo instante que lo hizo, notó que se elevaba. No como si él estuviese tirando de ella, sino como si el aire que pisaba de repente cobrase vida y la empujase hacia el cielo. Mientras se separaba del tejado del edificio, la ciudad se iba convirtiendo en una imagen igual a las fotos tomadas desde el aire que había visto en internet. Cuando estaban ambos a unos cincuenta metros sobre los tejados, él dijo:

-El viaje va a ser largo. Así que para irnos conociendo, te contaré mi historia. Todo empezó hace ya varios cientos de años...

Sus palabras se difuminaron en la noche cuando dos cuerpos empezaron a deslizarse por el aire en la oscuridad. Pero ella escuchaba cada palabra que él iba diciendo.

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