jueves, 29 de diciembre de 2011

Porque sí

Siempre me matan las despedidas,
tan solo soy un espectador...

Aprender a odiar

Durante toda la vida le habían dicho que odiar era algo sencillo, casi visceral. Algo automático, como un resorte que salta y no puede volver a colocarse en su sitio. Incluso las películas le habían convencido de que el odio era el camino al lado oscuro, y mientras miraba las luces de colores en las calles, se daba cuenta de lo mucho que ansiaba abrazar el maldito lado oscuro. Pero era muy difícil encontrar genuina oscuridad en las calles abarrotadas de la Gran Manzana. La decoración navideña y la nieve convertían las calles en postales perfectas de lo que en el mundo civilizado se conoce como "espíritu navideño". Por eso lo odiaba. Porque su mente era un pozo negro de oscuridad entre todas aquellas luces. Porque odiaba las sonrisas, odiaba las campanillas y la generosidad oportunista de los habitantes del planeta, odiaba el consumismo disfrazado en estas fechas tan señaladas de generosidad hacia los más pequeños. Odiaba a muerte los encuentros citados en el calendario como consecuencia de un día concreto en lugar de la espontaneidad y el calor de una visita hecha con cariño desde lo más profundo del corazón, y no con una fecha determinada como pretexto. Odiaba haber amado todo aquello alguna vez, y haber formado parte del engaño mundial del que ya era libre.

Pero también odiaba su lucidez, el día en el que la cortina de lo real descubrió el pastel que había debajo. Odiaba no poder volver a todo lo anterior, a las falsas sonrisas, a los regalos y a sentir que la familia siempre se reunía en Navidad.

Le habían dicho que era fácil odiar, pero también era mentira. Era muy difícil mantener el odio entre tanto amor de caramelo y cariño de villancico. Pero la Navidad nunca sería lo mismo para él. Ese único pensamiento le mantuvo cuerdo en la espiral de locura que le rodeaba.