jueves, 7 de julio de 2011

Catalejos.

Cuenta una historia antigua que había un sabio un tanto bohemio y solitario, que pasaba el tiempo teorizando acerca de las estrellas, mientras las observaba desde la distancia utilizando su viejo catalejo. No era especialmente feliz, pero tampoco desgraciado. Simplemente tenía una perpetua media sonrisa en la cara, y solo mudaba el gesto cuando se quedaba a solas, y convertía su faz en un lienzo en blanco, reflejo de sus cavilaciones internas sobre los astros.

Cuenta otra historia que, cierta estrella muy brillante, se sentía cansada de brillar en un cielo nocturno infinito, hermoso pero superficial, en el que cada estrella estaba realmente a millones de metros de distancia. Un cielo en el que, por mucho que brillase, su luz sólo se percibiría como un punto más, sin nadie realmente cercano que mereciese bañarse en esa luz y ese calor.

Dicen los que vivían entonces que un día, de una manera azarosa, casi milagrosa por lo infinitesimal de su probabilística, el sabio y la estrella cruzaron sus miradas. Reconocieron en el alma del otro algo que habían estado buscando por mucho tiempo sin saberlo, y comenzaron a hablar. Se cuenta que pasó el tiempo, los años, y un día, la estrella cayó del cielo porque no quería sentirse solitaria en medio de aquel cielo infinito. El sabio, extrañado de no verla brillando como cada noche, se puso a buscarla por todas partes. Conoció mundo, vivió muchas experiencias, amó, odió, hizo amigos y enemigos. Pero sobre todo, aprendió. Se hizo mayor pero no demasiado, y cuando había empezado a perder la esperanza de encontrar a su estrella, encontró lo que había estado buscando todo ese tiempo.

Los cronistas no se ponen de acuerdo sobre qué pasó después, pero casi todos coinciden en dos cosas: una, que el resto de estrellas dejaron de brillar para el sabio, y que todo lo que había aprendido buscando su estrella le ayudaron a hacerla feliz. Otra, que la felicidad que aquel soñador bohemio había estado buscando en las estrellas, no se encontraba en el brillo de un astro a millones de kilómetros de distancia, sino en una respiración calmada y una cabeza apoyada en su pecho mientras, alrededor, el mundo giraba sin que a ellos les importase.

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