La noche más corta del año no fue la que menos duró. Ni la que tuvo menos horas sin sol. La noche más corta del año comenzó como otras muchas noches: con un paseo. Un paseo bajo el crepúsculo mientras comenzaba un eclipse lunar. Era un paseo idéntico a otros tantos, pero distinto y especial. Distinto porque él no iba solo. Especial porque no se sentía solo. Dos pares de ojos escrutaban el firmamento intentando ver el disco lunar teñido de rojo y ensombrecido en gran parte por la sombra que proyectaba el planeta. Cobrizo, y difícil de ver entre los edificios de la gran ciudad. Pero allí estaba, esquivo, fugaz, como el sentimiento por tanto tiempo anhelado que comienza a aletear de nuevo.
La noche más corta del año no tuvo saltos sobre hogueras, ni baños en la playa. Pero tuvo saltos de emociones y baños en unos ojos color miel. No tuvo oleadas de agua, ni salitre pegado en la piel, sino oleadas de adrenalina y aire caliente raspando como si fuese una lija entre los labios de dos afortunados.
La noche más corta realmente no fue corta, pero pasó volando, tan veloz que dos personas ni siquiera se enteraron de que ocurría. Lo único bueno es que para ellos, a partir de ahora, todas las noches del año serán la más corta.
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